Mi amigo, mi asombro, mi candil,
Quién pudiera decirte estas grandezas,
Que yo no hablo del mar, y el cielo es nada
Si en los ojos me cabe.
La tierra basta donde el camino acaba,
La figura del cuerpo es la escala del mundo.
Miro cansado mis manos, mi trabajo,
Y sé, si puede un hombre saber tanto,
Las veredas más hondas de la palabra
Y del espacio mayor que, tras ella,
Son las tierras del alma.
Y también sé de la luz y la memoria,
De las corrientes de la sangre el desafío
Más allá de fronteras y de diferencias.
Y el ardor de las piedras, la dura combustión
De cuerpos golpeados como sílex,
Y las grutas del pavor, donde las sombras
De peces irreales traspasan las puertas
De la última razón, que se esconde
Bajo la niebla confusa del discurso.
Y después el silencio, y la gravedad
De las estatuas yacentes, reposando,
No muertas, no heladas, devueltas
A la vida inesperada, descubierta.
Y después, verticales, las llamaradas
Prendidas en las frentes como espadas,
Y los cuerpos alzados, manos presas,
Y el instante de los ojos que se funden
En la lágrima común. Así el caos
Despacio se ordenó entre las estrellas.
Éstas eran las grandezas que decía
O diría mi asombro, si el decirlas
Ya no fuese este canto.
José Saramago.
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